sábado, 30 de agosto de 2025

Muñeco de Paja

 Indefensa.


Congelada bajo una luna negra que lo cubre todo de oscuridad. 

Mis ojos no son capaces de describirme escenario alguno, tan solo puedo sentir el frío y la angustia de un olor penetrante y nauseabundo.

Trato una vez más de moverme, esta vez un poco más despierta, un poco más decidida. Logro distinguir una sensación nueva, un roce ardiente que penetra intenso por mis muñecas. A pesar del dolor, no me detengo, sigo moviéndome, intentando averiguar qué lo provoca.

Consigo atrapar una idea a través de mi mano derecha aún entumecida. Mis dedos palpan lo que parece ser una soga muy gruesa, áspera y ligeramente húmeda, probablemente a causa de la presión y fricción de lo que intuyo como esparto sobre mi fina piel, ensuciando así con mi sangre el nudo que me apresa.

Mi espalda desencajada trata de acomodarse sobre la estructura que me retiene prisionera, una especie de poste o columna que cruje como la madera. Mis piernas luchan por responder y todo lo que consiguen es sacudirse entre temblores de horror y congelación a partes iguales sobre el frío suelo fangoso. Estoy tan débil que lo único capaz de mantenerme mínimamente erguida ahora mismo son mis ataduras.

Lo intento una y otra vez hasta que vuelvo a tomar el control de mi cuerpo. Sigue haciendo frío, mucho frío. Y el hedor, es cada vez más penetrante.

Calma, apaga por un instante todas las emociones. Respira hondo y álzate.

Tomo aire con ferocidad y con un impulso firme y decidido logro mi objetivo. Como consecuencia se desata en mi garganta unas intensas ganas de vomitar. Ese olor que antes no era más que una mera molestia banal ahora alcanza a ser insoportable.

Una arcada tras otra, cada una más violenta que la anterior. Retengo como puedo los fluidos estomacales en mi interior tratando de evitar añadir más ingredientes a este caldo mugriento en el que me encuentro.

En un esfuerzo por liberarme de toda la tensión y repugnancia que lucha despiadada por apoderarse de mi, transporto mi mente a lugares reconfortantes y cálidos, un escudo protector que me defienda de los horrores que han perturbado la paz de estas aguas tranquilas.

Aún estoy helada, pero mi cuerpo ha dejado de temblar.

Aún tengo nauseas, pero ya no hay arcadas que me dobleguen contra mi voluntad.

Ahora por fin consigo aislar e identificar sensaciones que estaban siendo perturbadas por el caos. Este olor a mugre, putrefacto, como si cerca hubiera un animal muerto enterrado bajo estiércol. Esta rígida columna, que forma parte de una estructura aún mayor que se estremece cuando trato de zafarme de un destino impuesto. Esqueleto frágil que gruñe con cada respiración, como si de un momento a otro se fuera a derrumbar. Es posible que lo único que impide que todo se venga abajo es el pilar que envuelven mis brazos manchados de sangre.

Hay algo más, un olor seco pero intenso que contrasta con lo demás... me transporta directa a aquellos veranos entre montañas, ese aroma que desprendía la hierba seca al pisarla los calurosos días de agosto.

¡Cierra los ojos! Mi propio subconsciente sacude mi paz y me advierte del fogonazo invasor que interrumpe mis pensamientos y me deslumbra sin clemencia alguna con su intenso brillo y su sofocante calor.

Todo está borroso, y a medida que crece mi desesperación por lograr recabar algo más de información, mayor es la niebla de la incertidumbre. Calma de nuevo, cierra los ojos, respira, respira y encuentra el camino.

Serena, abro los ojos con la vista fijada al suelo. La luz no es suficiente para ver todos los detalles, pero sí lo justo para que junto al resto de percepciones construya una idea con un poco más de sentido. El barro ha ensuciado por completo mis zapatos, tengo claro que no habrá nada que los consiga devolver a su color original. La hierba, seca y punzante, ha conseguido traspasar lo que una vez fue un atuendo aceptable, arañando así la superficie de todo mi cuerpo y entretejiéndose también entre los nudos de mi pelo.

Y todavía, en medio de todo este torbellino de sensaciones, no me he planteado la pregunta más evidente.

Las distracciones continúan cuando alzo la vista y puedo vislumbrar no muy lejos otra columna, justo enfrente de mí. ¿Unos 5 metros de distancia? Tal vez..

Hay algo atado a ella, pero permanece inmóvil. Si pudiera echar mano de mis gafas, sería mucho más fácil. Con paciencia y un poco de esfuerzo logro intuir formas, una especie de escultura macabra que trata de imitar la estructura de un cuerpo humano, torpemente ensamblada.

Unido a un torso vestido con harapos veo lo que probablemente sea la misma cuerda gruesa que me aprisiona a este poste sujetando cada una de las piezas que componen a mi inquietante compañero de celda. Aferran sus extremidades, sus ropas, y su conjunto a la otra columna.

Me olvido por un instante de la siniestra figura y trato de ubicar algo más dentro de este escenario perverso que me descubra dónde estoy. Pero para mi sorpresa, no hayo absolutamente nada. Nada más allá salvo confirmar lo que mis otros sentidos ya me habían confesado; la estructura de madera vieja, el suelo de barro, el olor a heno...

La nueva fórmula fuera de la ecuación, es la antorcha que ahora ilumina vagamente el lugar y la percepción espacial sobre el tamaño del habitáculo en el que me hayo. Cuando la oscuridad me cegaba, me sentía pequeña en un inmenso vació cuya extensión no tenía límites. Ahora veo que poca es la distancia que me separa del techo. Este lugar apenas se sostiene y temo que se venga abajo de un momento a otro.

Otra incógnita que no consigo despejar, es la procedencia del hedor que casi me obliga a expulsar todos mis demonios hace apenas unos instantes. Deduzco que su origen más probable sea el muñeco de "paja" que permanece imperturbable mientras me observa con sus ojos huecos y penetrantes, pues nada de lo que pueda percibir ahora mismo a mi alrededor  me invita a pensar lo contrario. Aquí estamos, solos el muñeco, yo... y una antorcha.

Mientras trato de evitar aventurarme en la adivinanza de la composición putrefacta de esta lúgubre figura, regreso a la extensa llanura de incógnitas que bosquejan esta situación tan surrealista. ¿Cómo? ¿Cuándo?...

¿Porqué?

Hay muchas cosas en esta vida de las que dudo, de las que no sé absolutamente nada, de las que no aprendo ni a tiros. Sin embargo, de una sola cosa, al menos una, puedo estar segura sin que tenga cabida un solo resquicio de duda; no estoy lista para encontrar las apelaciones que me declaren inocente en este juicio y me libren de cumplir condena. Puede que la respuesta no sea tan sencilla, puede que jamás encuentre si quiera una pregunta que responder, y que la conclusión más probable a todo esto es que simplemente se trata de mí.

Estoy prisionera de unas ataduras que me hacen sangrar y limitan mi libertad, anclada a una estructura de dudosa integridad que chilla con cada mínimo movimiento; ambas son las que me sostienen e impiden que ahora mismo me venga abajo. Si se desenredan mis ataduras, probablemente resbalaré con el fango; si me resbalo, trataré de agarrarme a un pilar que ya apenas se sostiene y el estrepito conseguirá derrumbar todo aquello que sigo intentando mantener a flote, aunque duela.

Y mientras estos y otros miles de pensamientos mantienen una intensa carrera por ver quién se corona ganador de hallar la respuesta más lógica, los ojos huecos del muñeco siguen clavados sobre mí. Tan vacíos, y tan llenos a la vez. Llenos de ira, frustración, sufrimiento... reproche.

No puedo evitar devolverle la mirada y encontrar en la figura una sensación de calma, como si lo perturbador fuera a la vez mi consuelo, mi refugio, mi excusa. Un reflejo de lo que se esconde más allá de las fronteras que alcanza la vista, la llave que abre la puerta hacia el autodesprecio más puro y lo vuelve algo tan palpable, tan real como placentero.

Porque es más fácil mirarse al espejo y convencerse de que no eres más que un montón de entrañas podridas, combinadas con un puñado de paja y estiércol, atadas a la fuerza y obligadas a fusionarse en un ser casi humano que se disfraza cada mañana para encajar en una realidad que no le gusta, porque no tiene otra elección.

Porque así no parece una derrota, porque la imposición aplica una excusa más que justificable. Aunque sangre, gota a gota.

Nada de eso importa, mientras siga encontrando consuelo en la catástrofe.

Entonces, lo que fuera una única fuente de luz que apenas dejaba ver, dejó caer sus lágrimas de brea y comenzó a expandirse por todo el lugar. Ya no había frío, y con él se fue el miedo. 

Una vez más, trato de aceptar mi destino en calma, abrazando el fuego purificador que convertirá todo en cenizas. La cuestión es... ¿Qué surgirá de estas nuevas cenizas?

¿La persona?


¿O el muñeco de paja?



sábado, 23 de julio de 2022

El pozo

 En picado, 

Deslizándome sin control en caída libre sobre el abismo infinito que separa la tierra del mismísimo infierno.

Arriesgado salto en el que, una vez más, he entregado con creces muchísimo más de lo que he recibido a cambio.

¿Nos sorprende?

Llevo cayendo en este pozo de agonía incesante más de lo que puedo ya recordar, donde a veces parecía que conseguía llegar a levitar por un instante. 

Sumida en el error, nunca dejé de dar tumbos y piruetas en esta inmensidad que ha conseguido desgastar otro de los pétalos que aún se resisten a caer conmigo.

Aturdida y desesperada, otro intento fallido que se suma a la lista de acciones desmedidas para personas que jamás te han tendido la mano para tratar de sacarte del foso.

¿Por qué iban a hacerlo, cuando ni si quiera intentaron detener tu salto?

En este vasto reino de la oscuridad, la fuerza de arrastre me empuja con fiereza contra las cuerdas de la resistencia aerodinámica, una fricción que consume todo el calor que pudiera quedar en mis vasos sanguíneos y que ha convertido la sangre en puro hielo.

Un hielo sobrenatural que resistirá hasta el fuego del averno sin perder ni una sola gota de agua de sus moléculas.

Tras soportar las acciones más intolerables, tras incluso ser yo la que ofrecía su mano para lanzar al otro lado del precipicio a los mismos que me abandonaron en esta fosa, no me queda más remedio que estabilizarme y precipitarme lo más rápido posible para aterrizar de una vez por todas en el tártaro que construimos juntos.

Y dejaré que ardan sin piedad mis pies descalzos.

Merecen sufrir la agonía de estas brasas que he consentido alimentar durante tanto tiempo.

Merecen pagar el precio de nuestros pecados.

¿De qué ha servido por enésima vez la compasión y la misericordia?

Una ampolla por cada una de las veces que decidí por cuenta propia mantenerme en caída libre.

Una quemadura por cada día que sufrí sin necesidad las consecuencias de haber saltado a este precipicio.

Por si nuevamente no hubiera sido suficiente sufrimiento el recorrido entre el salto y la toma de tierra. Porque da igual las cicatrices acumuladas entre los recovecos de mis dedos galardonadas en honor a los infiernos que precedieron, y de los que no aprendieron.

Porque parece que no importa cuántas sean las veces que terminen calcinados hasta la carbonización, continúan empujándonos a un abismo desconocido donde fingimos ser ciegos para no reconocer que todos tienen el mismo final abrasador.

Como conclusión, sopesaré la idea de que en cada paso que doy se esconde la búsqueda de ese destino candente al que me he vuelto adicta sin pretenderlo.

Entretanto, comenzaré a emprender, ojalá por última vez, la parte más difícil de esta odisea; escalar la escabrosa pared interminable que separa en este abismo, la tierra del mismísimo infierno.

lunes, 16 de mayo de 2022

La Picadura

 Lo innombrable tiene ese don de querer ser siempre pronunciado.

Intentas esconderlo, cobijarlo al resguardo de toda posible erosión externa sin saber que lo que más corroe el recipiente que lo contiene es el ácido de cada palabra no dicha que va goteando poco a poco, día tras día, en su interior.

Su propio hogar se va transformando pacientemente en su mayor amenaza.

La máscara de hierro que tú mismo te has fabricado se resquebraja, como la cobertura de un dulce que al primer bocado se hace pedazos bajo tu bífida lengua. El óxido comienza a carcomer la pintura con la que con sumo cuidado maquillaste todo resquicio de verdad.

Esa pintura vieja ya no sirve para tratar de encubrir el inevitable deterioro de tu edulcorado y fraudulento imperio construido sobre los restos de tus mayores fracasos.

Y es que, hay veces, que ya casi ni te esfuerzas en seguir tapando los agujeros. Sencillamente dejas que la luz de esa oscuridad traspase pequeños recovecos que como arrugas en la piel ajada han agrietado esta careta.

Es una luz oscura, una luz que hace de todo lo que toca una sinfonía de ecos metálicos, como si una estampida de miles de tubos de acero se precipitaran entre las paredes de tu cabeza. Resuenan, resuenan sin cesar, e incluso cuando el eco parece alejarse, aún se oye en la distancia.

Ruido permanente, ruido inquieto.

Ruido insaciable.

Un escalofrío estremecedor que engulle cada centímetro de decencia que pudiera quedar en alguna esquina de tu corazón.

Picadura que inyectó de forma violenta e inesperada este veneno hambriento que se enreda en mi sangre y cala hondo hasta en el más pequeño hueso. Ponzoña infecta que pervierte todo pensamiento, toda acción, adulterando desde la raíz cualquier chispa de ética y moral que aún quedara dentro de ti.

Qué fácil es, y siempre ha sido, utilizar ese veneno a nuestro favor para señalar agentes externos que nos exculpen de nuestros pecados.

Qué fácil es dejarte encandilar por las promesas del diablo.

Y qué fácil es, tras abandonar la ingenuidad autocomplaciente, abrir los ojos frente al espejo y verte a ti mismo como lo que eres. Ese mismo diablo. Ese mismo veneno.

Y aún es más fácil, si realmente quieres desentrañar toda verdad sobre ti mismo, darte cuenta de que en realidad te deleitas con solo pensar que eres y te encanta ser

El mismísimo diablo.

Y el mismísimo veneno.