domingo, 27 de marzo de 2022

El Bolardo Oxidado

 Paseando bajo la atenta mirada de un cielo cargado de arena, mis pensamientos bogaban libres sobre ese firmamento de nubes negras.

Se balanceaban empujados por un viento del norte que sutil trazaba surcos agrietados sobre mis labios, protegidos sin éxito tras aquel fular morado. Ni el bálsamo aliviaba aquel páramo desierto.

Comenzó a llover, y el viento dejó de esconder sus mejores galas. Se levantó con fuerza arrastrando consigo todo lujo de tesoros, entre ellos el agua, hojas otoñales sin hogar... hasta una lata vacía que mientras rodaba estruendosa como un rayo engullía con su tintineo cada rincón de aquella avenida.

Continué caminando hasta toparme con otra joya, uno de tantos paraguas abandonados tras dar punto final a su vida útil, gracias seguramente a un fuerte azote del viento, raudo e inesperado, que como un látigo arremetió contra aquel pobre e indefenso objeto que tan solo trataba de cumplir con su objetivo en esta vida. Totalmente desarmado, sus varillas retorcidas parecían tan frágiles ahora, quién sabe ni sabrá jamás cuántas tormentas habrán soportado; cuál habrá sido ese último golpe que finalmente ha sobrepasado el límite que cualquier cosa pueda llegar a soportar hasta quedar totalmente inútil.

Hizo que me detuviera un instante, me apetecía admirar aquel héroe caído en medio del campo de batalla. Quise acercarme a recogerlo y darle un mejor final que decorar aquella acera en la que el resto de viajeros verían solo un mero trozo de basura. Pero no lo hice, al fin de al cabo, solo era un paraguas roto, ¿no?.

Cada uno de aquellos compañeros de días grises que ocuparon mis mochilas siempre fueron de prestado, jamás adopté uno propio. Toda mi vida he preferido sentir la arremetida del agua contra mi rostro, cada gota recibida en mi cuerpo como mía propia me libra de pesadas cargas que mi alma mantiene arraigadas con fuerza. Pequeños remansos de paz escondidos entre tanto ruido.

No importa que esta tormenta también porte su propia carga, toda esa arena acumulada entre las nubes ahora también forma parte de mi, y a su vez ha conseguido arrastrar fuera todos los demonios que intentan tirar de mi hacia el abismo.

Retomada la marcha, encontré al final de la calle un pequeño y único bolardo redondo de color negro bien amarrado al suelo. "¿Qué haces aquí tan solo, pequeño?", le pregunté. Obviamente, no respondió. La típica pregunta al aire en medio de una calle desierta que no se la haces a nada ni a nadie, más que a ti misma.

No pude evitar que mis pensamientos siguieran bogando por aquel firmamento, recordando así aquel viejo bolardo oxidado que solía visitar en el muelle. Por supuesto había muchos más, pero a mi solo me gustaba ese. El resto habían sido reemplazados por amarres más modernos, vírgenes y vacíos, pero este no. Este resistía fuerte el paso del tiempo, y a pesar del óxido que cubría su noble puesta, era el que más tenía que decir. Tantas historias tras su ajada apariencia, y tan poca gente dispuesta a escuchar.

Así como el paraguas, el mundo solo veía un mero objeto reemplazable, simple basura. Sin embargo, tras la corteza carcomida, arañada y desgastada, yo imaginaba miles de momentos e historias irremplazables; reencuentros, despedidas, desengaños, amores furtivos, secretos por desentrañar...

El sonido del mar.

Y aunque ninguno de esos barcos que en mi imaginación surcaban hubieran zarpado jamás, al menos uno sí que lo había hecho. El propio barco que yo con devoción y ternura confié a aquel bolardo, aquel que tras creer haberlo amarrado con un buen nudo marinero, resultó ser un nudo corredizo, liberando mi corazón a lo más profundo de aquellas aguas cristalinas.

Y hoy por hoy sigue navegando, sin saber si algún día volverá a echar amarre.

Solo me limito a esperar, junto a aquel bolardo oxidado, a esperar por si algún día vuelve.

Vuelve, corazón, vuelve. No se puede navegar por siempre.



No hay comentarios:

Publicar un comentario