sábado, 23 de julio de 2022

El pozo

 En picado, 

Deslizándome sin control en caída libre sobre el abismo infinito que separa la tierra del mismísimo infierno.

Arriesgado salto en el que, una vez más, he entregado con creces muchísimo más de lo que he recibido a cambio.

¿Nos sorprende?

Llevo cayendo en este pozo de agonía incesante más de lo que puedo ya recordar, donde a veces parecía que conseguía llegar a levitar por un instante. 

Sumida en el error, nunca dejé de dar tumbos y piruetas en esta inmensidad que ha conseguido desgastar otro de los pétalos que aún se resisten a caer conmigo.

Aturdida y desesperada, otro intento fallido que se suma a la lista de acciones desmedidas para personas que jamás te han tendido la mano para tratar de sacarte del foso.

¿Por qué iban a hacerlo, cuando ni si quiera intentaron detener tu salto?

En este vasto reino de la oscuridad, la fuerza de arrastre me empuja con fiereza contra las cuerdas de la resistencia aerodinámica, una fricción que consume todo el calor que pudiera quedar en mis vasos sanguíneos y que ha convertido la sangre en puro hielo.

Un hielo sobrenatural que resistirá hasta el fuego del averno sin perder ni una sola gota de agua de sus moléculas.

Tras soportar las acciones más intolerables, tras incluso ser yo la que ofrecía su mano para lanzar al otro lado del precipicio a los mismos que me abandonaron en esta fosa, no me queda más remedio que estabilizarme y precipitarme lo más rápido posible para aterrizar de una vez por todas en el tártaro que construimos juntos.

Y dejaré que ardan sin piedad mis pies descalzos.

Merecen sufrir la agonía de estas brasas que he consentido alimentar durante tanto tiempo.

Merecen pagar el precio de nuestros pecados.

¿De qué ha servido por enésima vez la compasión y la misericordia?

Una ampolla por cada una de las veces que decidí por cuenta propia mantenerme en caída libre.

Una quemadura por cada día que sufrí sin necesidad las consecuencias de haber saltado a este precipicio.

Por si nuevamente no hubiera sido suficiente sufrimiento el recorrido entre el salto y la toma de tierra. Porque da igual las cicatrices acumuladas entre los recovecos de mis dedos galardonadas en honor a los infiernos que precedieron, y de los que no aprendieron.

Porque parece que no importa cuántas sean las veces que terminen calcinados hasta la carbonización, continúan empujándonos a un abismo desconocido donde fingimos ser ciegos para no reconocer que todos tienen el mismo final abrasador.

Como conclusión, sopesaré la idea de que en cada paso que doy se esconde la búsqueda de ese destino candente al que me he vuelto adicta sin pretenderlo.

Entretanto, comenzaré a emprender, ojalá por última vez, la parte más difícil de esta odisea; escalar la escabrosa pared interminable que separa en este abismo, la tierra del mismísimo infierno.

lunes, 16 de mayo de 2022

La Picadura

 Lo innombrable tiene ese don de querer ser siempre pronunciado.

Intentas esconderlo, cobijarlo al resguardo de toda posible erosión externa sin saber que lo que más corroe el recipiente que lo contiene es el ácido de cada palabra no dicha que va goteando poco a poco, día tras día, en su interior.

Su propio hogar se va transformando pacientemente en su mayor amenaza.

La máscara de hierro que tú mismo te has fabricado se resquebraja, como la cobertura de un dulce que al primer bocado se hace pedazos bajo tu bífida lengua. El óxido comienza a carcomer la pintura con la que con sumo cuidado maquillaste todo resquicio de verdad.

Esa pintura vieja ya no sirve para tratar de encubrir el inevitable deterioro de tu edulcorado y fraudulento imperio construido sobre los restos de tus mayores fracasos.

Y es que, hay veces, que ya casi ni te esfuerzas en seguir tapando los agujeros. Sencillamente dejas que la luz de esa oscuridad traspase pequeños recovecos que como arrugas en la piel ajada han agrietado esta careta.

Es una luz oscura, una luz que hace de todo lo que toca una sinfonía de ecos metálicos, como si una estampida de miles de tubos de acero se precipitaran entre las paredes de tu cabeza. Resuenan, resuenan sin cesar, e incluso cuando el eco parece alejarse, aún se oye en la distancia.

Ruido permanente, ruido inquieto.

Ruido insaciable.

Un escalofrío estremecedor que engulle cada centímetro de decencia que pudiera quedar en alguna esquina de tu corazón.

Picadura que inyectó de forma violenta e inesperada este veneno hambriento que se enreda en mi sangre y cala hondo hasta en el más pequeño hueso. Ponzoña infecta que pervierte todo pensamiento, toda acción, adulterando desde la raíz cualquier chispa de ética y moral que aún quedara dentro de ti.

Qué fácil es, y siempre ha sido, utilizar ese veneno a nuestro favor para señalar agentes externos que nos exculpen de nuestros pecados.

Qué fácil es dejarte encandilar por las promesas del diablo.

Y qué fácil es, tras abandonar la ingenuidad autocomplaciente, abrir los ojos frente al espejo y verte a ti mismo como lo que eres. Ese mismo diablo. Ese mismo veneno.

Y aún es más fácil, si realmente quieres desentrañar toda verdad sobre ti mismo, darte cuenta de que en realidad te deleitas con solo pensar que eres y te encanta ser

El mismísimo diablo.

Y el mismísimo veneno.


lunes, 18 de abril de 2022

Sin Oxígeno

Son tantas cosas las que me gustaría decir, tantas, que las palabras aturullan mi cabeza como un remolino de agua dulce y agua salada que ahoga cada una de ellas en la garganta sin ser capaz de emitir sonido alguno.

Buscan una salida invisible con un desorden tan estruendoso que no soy capaz de colocarlas en un sentido lógico para poder dibujar una puerta y dejarlas volar libres.

El corazón galopa despacio, pero lo hace con una fuerza que hacía ya tiempo que me era desconocida. Quiere también dibujar una puerta por la que poder escapar y llegar hasta ese destino que con recelo mantengo guardado en las profundidades más recónditas de mi alma.

He dejado atrás la mar para adentrarme de lleno en un bosque cuya densa niebla solo me permite tantear el camino a seguir. Casi a ciegas, trato de dar pasos lentos, firmes y seguros, pero la espesura provoca que me tambalee y tropiecen así mis pies.

Sin llegar a caer, pero a trompicones, continúo hasta llegar al pie de una alta montaña. Alzo la vista y trato de desvelar la cima, pero tímida se esconde entre unas nubes blancas, tan esponjosas que parecen algodón de azúcar. Apetecible, comienzo a subir sin importarme lo dura que será la travesía, tan solo quiero llegar y ver lo que esa cima esconde para mí.

Por suerte, la bruma que engullía mis sentidos se ha quedado rezagada entre los últimos árboles que perfilan el bosque. Ahora que mis ojos pueden ver más allá de lo que mi mano pudiera alcanzar, no parece que vaya a facilitar el camino que se traza ante mí. El terreno es inestable e impredecible, a veces me encuentro rodeada de un paisaje verde y lleno de vida, donde el olor de las flores me alienta a descansar cuerpo y alma; pero, otras veces, aparezco de repente ante un sendero afligido, donde la hierba muere y las flores marchitas solo son un reflejo de todo aquello que en su día fueron. 

Parece imposible que ambos escenarios tengan lugar en la misma cordillera, parece una ilusión interminable e infinita donde los dos van cambiando e incluso se entrelazan formando nuevos decorados donde seguir bailando esta canción que no cesa de sonar en mi interior. 

El miedo se apodera de mí, y las dudas crecen como espinas clavándose en lo más profundo de mi ser, sin tener claro cómo proceder. ¿Debería volver sobre mis pasos? ¿De verdad quiero descubrir lo que me depara tras esa corona de nubes blancas?

En parte agotada, y en parte más llena de vida que nunca, sigo avanzando sin dejarme abatir por el miedo.

A un paso de mi ansiado destino, ante mi, de nuevo la espesa niebla. La atravieso sin demora, y esta vez totalmente a ciegas tropiezo hacia el abismo tras resbalar con la piedra más grande de todo el monte. 

Cierro los ojos.

Tras una breve espera, vuelvo a abrirlos de nuevo. Aún sin poder ver nada, noto cómo una mano agarra la mía con fuerza, sujetándome. Ese pequeño gran gesto es lo único que me separa de una caída larga y dolorosa, y no puedo evitar preguntarme qué está pasando.

No sé quién eres, no sé dónde estoy ni cómo he llegado hasta aquí, lo único que sé con certeza ahora mismo es que lo único que necesito es que seas tú quién sostenga mi mano, y no me deje caer.

Con un suave roce me acariciaste, y ahora con fuerza me elevas y me ayudas a llegar al pico más alto de esta misteriosa ladera.

Y me abraza el sol.

Un sol que emerge dando paso a un nuevo día. Un amanecer sobre esta cima en la que un solo beso ha sido capaz de robarme todo el oxígeno que me quedaba para poder sobrevivir.

Y sonrío, sonrío porque en esta cima reposa ahora todo lo que tengo, todo lo que soy. Así como la noche da paso al día en un bucle infinito ahora estoy atrapada entre los surcos de tu morada.

Sin pretenderlo, sin tan siquiera imaginarlo, con mi último aliento me has robado todo lo que me quedaba.


domingo, 27 de marzo de 2022

El Bolardo Oxidado

 Paseando bajo la atenta mirada de un cielo cargado de arena, mis pensamientos bogaban libres sobre ese firmamento de nubes negras.

Se balanceaban empujados por un viento del norte que sutil trazaba surcos agrietados sobre mis labios, protegidos sin éxito tras aquel fular morado. Ni el bálsamo aliviaba aquel páramo desierto.

Comenzó a llover, y el viento dejó de esconder sus mejores galas. Se levantó con fuerza arrastrando consigo todo lujo de tesoros, entre ellos el agua, hojas otoñales sin hogar... hasta una lata vacía que mientras rodaba estruendosa como un rayo engullía con su tintineo cada rincón de aquella avenida.

Continué caminando hasta toparme con otra joya, uno de tantos paraguas abandonados tras dar punto final a su vida útil, gracias seguramente a un fuerte azote del viento, raudo e inesperado, que como un látigo arremetió contra aquel pobre e indefenso objeto que tan solo trataba de cumplir con su objetivo en esta vida. Totalmente desarmado, sus varillas retorcidas parecían tan frágiles ahora, quién sabe ni sabrá jamás cuántas tormentas habrán soportado; cuál habrá sido ese último golpe que finalmente ha sobrepasado el límite que cualquier cosa pueda llegar a soportar hasta quedar totalmente inútil.

Hizo que me detuviera un instante, me apetecía admirar aquel héroe caído en medio del campo de batalla. Quise acercarme a recogerlo y darle un mejor final que decorar aquella acera en la que el resto de viajeros verían solo un mero trozo de basura. Pero no lo hice, al fin de al cabo, solo era un paraguas roto, ¿no?.

Cada uno de aquellos compañeros de días grises que ocuparon mis mochilas siempre fueron de prestado, jamás adopté uno propio. Toda mi vida he preferido sentir la arremetida del agua contra mi rostro, cada gota recibida en mi cuerpo como mía propia me libra de pesadas cargas que mi alma mantiene arraigadas con fuerza. Pequeños remansos de paz escondidos entre tanto ruido.

No importa que esta tormenta también porte su propia carga, toda esa arena acumulada entre las nubes ahora también forma parte de mi, y a su vez ha conseguido arrastrar fuera todos los demonios que intentan tirar de mi hacia el abismo.

Retomada la marcha, encontré al final de la calle un pequeño y único bolardo redondo de color negro bien amarrado al suelo. "¿Qué haces aquí tan solo, pequeño?", le pregunté. Obviamente, no respondió. La típica pregunta al aire en medio de una calle desierta que no se la haces a nada ni a nadie, más que a ti misma.

No pude evitar que mis pensamientos siguieran bogando por aquel firmamento, recordando así aquel viejo bolardo oxidado que solía visitar en el muelle. Por supuesto había muchos más, pero a mi solo me gustaba ese. El resto habían sido reemplazados por amarres más modernos, vírgenes y vacíos, pero este no. Este resistía fuerte el paso del tiempo, y a pesar del óxido que cubría su noble puesta, era el que más tenía que decir. Tantas historias tras su ajada apariencia, y tan poca gente dispuesta a escuchar.

Así como el paraguas, el mundo solo veía un mero objeto reemplazable, simple basura. Sin embargo, tras la corteza carcomida, arañada y desgastada, yo imaginaba miles de momentos e historias irremplazables; reencuentros, despedidas, desengaños, amores furtivos, secretos por desentrañar...

El sonido del mar.

Y aunque ninguno de esos barcos que en mi imaginación surcaban hubieran zarpado jamás, al menos uno sí que lo había hecho. El propio barco que yo con devoción y ternura confié a aquel bolardo, aquel que tras creer haberlo amarrado con un buen nudo marinero, resultó ser un nudo corredizo, liberando mi corazón a lo más profundo de aquellas aguas cristalinas.

Y hoy por hoy sigue navegando, sin saber si algún día volverá a echar amarre.

Solo me limito a esperar, junto a aquel bolardo oxidado, a esperar por si algún día vuelve.

Vuelve, corazón, vuelve. No se puede navegar por siempre.



miércoles, 2 de marzo de 2022

Caída Libre

Se reflejaba en su mirada la tristeza que sus noches desvelaba. Un manto de angustia cubría su cama, y un lecho de lava devoraba centímetro a centímetro cada esperanza. Ya no encontraba refugio dentro de su propio mundo, aquellas noches que la cobijaban de toda aquella realidad cruel y tenebrosa, finalmente se convirtieron en algo mucho más oscuro que la propia monotonía de vivir en este mundo tan caótico.

Encadenada a esta pútrida existencia que imponente le tienta intermitente a que estalle en mil pedazos el soporte vital que aún la retiene prisionera.

Sus pulmones respiran aire envenenado de cólera mientras su corazón trata a duras penas de bombear la sangre convertida en barro. Arenoso y espeso, trata de abrirse paso por los conductos intravenosos. Desgarrador dolor provocado por la lucha incansable de dar cauce a tan devastadora ola que busca su hogar lejos de su amado mar.

Su mandíbula, desencajada, tratando de expulsar el vendaval que se atora en la garganta y que, gélido cual glaciar, rasga sus cuerdas vocales cortando en seco la salida del estruendo que zarandea su cuerpo de arriba a abajo; tan solo consigue escabullirse al cálido exterior un silbido ligero, agudo, acompañado de un suspiro de aire helado que se transforma en puro vapor tras ser exhalado y toparse de bruces con el mundo.

Temía que todo ese barro que recorría cada parte de su cuerpo encontrara una vía de escape. Temía que inundara todo su entorno para descubrir así, en esa sustancia desconocida, un reflejo oscuro que no le pertenecía. 

¿Lo hacía?

Realmente no estaba segura de si era la que huía, o la que perseguía. Es probable, que fuera las dos cosas. Víctima y a su vez verdugo. Una batalla infinita entre la moral y el deseo. Un cuento sin final donde eternamente ambos conceptos quedan subyugados el uno del otro, donde el querer escapar de uno mismo es lo que te ata cada vez más a ser lo que eres.

Correr hacia el precipicio, por voluntad propia.

Esperando sentir cada momento de la caída.

La inseguridad, la incertidumbre, el miedo, la locura, y finalmente, la calma.

Y entre tanto descontrol, unas pequeñas lágrimas de cristal caen retorcidas, engendradas al saber que la luz de la ilusión queda sujeta por los finísimos hilos de la ausencia, aquellos que una vez se cortan terminan fulminantemente a su vez con esa magia que su anhelo escondía.

Y allí sigue, naufragada sobre las aguas tristes que empapan su mirada. 

Paciente, observando de cerca cada movimiento, sin importarle del todo si estos le llevarán hacia el abismo.

Si bailamos sobre el precipicio, qué menos que saborear la caída.