miércoles, 2 de marzo de 2022

Caída Libre

Se reflejaba en su mirada la tristeza que sus noches desvelaba. Un manto de angustia cubría su cama, y un lecho de lava devoraba centímetro a centímetro cada esperanza. Ya no encontraba refugio dentro de su propio mundo, aquellas noches que la cobijaban de toda aquella realidad cruel y tenebrosa, finalmente se convirtieron en algo mucho más oscuro que la propia monotonía de vivir en este mundo tan caótico.

Encadenada a esta pútrida existencia que imponente le tienta intermitente a que estalle en mil pedazos el soporte vital que aún la retiene prisionera.

Sus pulmones respiran aire envenenado de cólera mientras su corazón trata a duras penas de bombear la sangre convertida en barro. Arenoso y espeso, trata de abrirse paso por los conductos intravenosos. Desgarrador dolor provocado por la lucha incansable de dar cauce a tan devastadora ola que busca su hogar lejos de su amado mar.

Su mandíbula, desencajada, tratando de expulsar el vendaval que se atora en la garganta y que, gélido cual glaciar, rasga sus cuerdas vocales cortando en seco la salida del estruendo que zarandea su cuerpo de arriba a abajo; tan solo consigue escabullirse al cálido exterior un silbido ligero, agudo, acompañado de un suspiro de aire helado que se transforma en puro vapor tras ser exhalado y toparse de bruces con el mundo.

Temía que todo ese barro que recorría cada parte de su cuerpo encontrara una vía de escape. Temía que inundara todo su entorno para descubrir así, en esa sustancia desconocida, un reflejo oscuro que no le pertenecía. 

¿Lo hacía?

Realmente no estaba segura de si era la que huía, o la que perseguía. Es probable, que fuera las dos cosas. Víctima y a su vez verdugo. Una batalla infinita entre la moral y el deseo. Un cuento sin final donde eternamente ambos conceptos quedan subyugados el uno del otro, donde el querer escapar de uno mismo es lo que te ata cada vez más a ser lo que eres.

Correr hacia el precipicio, por voluntad propia.

Esperando sentir cada momento de la caída.

La inseguridad, la incertidumbre, el miedo, la locura, y finalmente, la calma.

Y entre tanto descontrol, unas pequeñas lágrimas de cristal caen retorcidas, engendradas al saber que la luz de la ilusión queda sujeta por los finísimos hilos de la ausencia, aquellos que una vez se cortan terminan fulminantemente a su vez con esa magia que su anhelo escondía.

Y allí sigue, naufragada sobre las aguas tristes que empapan su mirada. 

Paciente, observando de cerca cada movimiento, sin importarle del todo si estos le llevarán hacia el abismo.

Si bailamos sobre el precipicio, qué menos que saborear la caída.



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